Isabel Allende - El plan infinito
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Isabel Allende - El plan infinito краткое содержание
El plan infinito читать онлайн бесплатно
En esa época yo también me transformé; tal como hice con la oficina, me desprendí de muchas cosas superfluas y de aspectos que me molestaban, renuncié a los arrogantes cigarros españoles, en realidad dejé completamente de fumar, y no volví a probar una gota de alcohol, única forma de terminar con mis alergias. La libreta con la lista de amantes se me perdió en algún cajón y no he vuelto a dar con ella. A falta de fondos no me quedó más remedio que reducir mi tren de vida y las parrandas pasaron a la historia porque estaba muy ocupado con David y mi trabajo. además Timothy Duane ya no me inducía al pecado.
Eso no significa que empecé a vivir como un anacoreta, ni mucho menos, supongo que siempre seré fiel a mi naturaleza de buen vividor.
— Muy bien, si no vuelve a casarse, en tres años habremos pagado las deudas–me anunció feliz Mike Tong, la primera vez que los ingresos superaron los gastos.
Ese año vendí una casa que tenía en la playa y terminé de arreglar cuentas con Shanon, quien apenas recibió el último cheque partió sin planes fijos, dispuesta a empezar una nueva vida lo más lejos posible. La visualicé alejándose hasta esfumarse en una autopista, tal como había llegado, sólo que ahora no iba a pie sino en un automóvil de lujo. Meses más tarde vi su fotografía en una revista anunciando cosméticos con una sonrisa de manzana; tuve que mirarla dos veces para reconocerla, se veía mucho mejor de lo que yo recordaba. La recorté y se la traje a David, que la pegó en la pared de su pieza. Tenía una imagen algo difusa de su madre, una criatura hermosa y alegre que aparecía de vez en cuando a cubrirlo de besos y llevarlo al cine, una voz melodiosa en el teléfono y ahora un rostro seductor en avisos de publicidad. Había fabricado con mi ayuda un cofre de madera para regalarle en su cumpleaños, le dedicaba los dibujos de la escuela y se los mandaba por correo, Shanon era el hada etérea de las fábulas, una princesa en bluyines que pasaba de vez en cuando como una brisa feliz y luego partía. Para efectos prácticos, sin embargo, no contaba mucho, su madre era Daisy, que lo peinaba con agua bendita para exorcizarle los demonios y estaba a su lado cuando abría los ojos por la mañana y cuando los cerraba por la noche.
— Quiero ver a mi mamá–me dijo un día.
— Se fue lejos y no regresará por el momento. Te echa de menos, pero por su trabajo vive en otra ciudad. Ahora es una modelo muy famosa.
— ¿Dónde se fue?
— No sé, pero seguro te escribirá pronto. — No me quiere, por eso se fue.
— Te quiere mucho, pero la vida es muy complicada, David. No la verás por un tiempo, es todo.
— Yo creo que mi mamá se murió y tú me estás engañando.
— Te doy mi palabra de honor que es la verdad. ¿No viste su foto en la revista?
— Júramelo.
— Te lo juro.
— Júrame también que nunca te volverás a casar.
— No puedo hacer eso, hijo. Ya te dije que la vida es muy complicada.
En los días siguientes estuvo retraído y silencioso, se instalaba por horas en la ventana a mirar el mar, algo inusitado en él, siempre en un torbellino de actividad y de ruido, pero pronto se distrajo con el alborozo de preparar las vacaciones. Le prometí que iríamos a acampar a las montañas, llevaríamos a Oliver y compraría una escopeta para cazar patos.
Shanon siguió siendo para su hijo lo que siempre había sido, un dulce espejismo.
La acusación por mal ejercicio de la profesión me cayó encima a finales de ese mismo año y me pareció tan descabellada que no me inquietó en lo más mínimo. Se trataba de uno de mis antiguos clientes, alguien a quien mí firma representó hace varios años. Era alcohólico. Todo comenzó cuando viajaba en un bus interestatal hacia Oregón, había tomado demasiados tragos y a mitad de camino estaba delirando por monstruos que lo perseguían. En la ofuscación sacó un cuchillo y atacó a otros pasajeros, hirió a dos y al tercero no lo mató de milagro, la hoja le cercenó el cuello a milímetros de la yugular. Con ayuda de unos cuantos valientes, el chofer desarmó al atacante, lo obligó a bajar del vehículo y luego voló al hospital más próximo, donde desembarcó a las víctimas encharcadas en sangre. La policía no pudo atrapar al acusado, que se había escondido, pero cuatro días más tarde un camión lo recogió en la carretera. Era invierno, se le habían congelado los pies y hubo que amputárselos. Al salir de la prisión, donde cumplió condena, buscó quién lo representara en una demanda contra la compañía de autobuses por haberlo abandonado en terreno descampado. Mi firma lo tomó; en ese período recibíamos a cualquiera que golpeara las puertas. — Tres pasajeros acuchillados son una buena razón para bajar a ese desalmado de mi autobús; mala suerte que se helara cuando se escondió de la policía, bien merecido tiene lo que le pasó, dijo el chofer en su declaración. A pesar de esos antecedentes, pudimos arreglar el caso por una suma respetable, porque al demandado le salía más conveniente pagar una indemnización que ir a juicio. Una vez que el hombre gastó el dinero se dirigió a otro abogado, quien olió en el aire la posibilidad de sacar su tajada acusándome de mala práctica. Yo no tenía seguro y si perdía estaba frito, pero no imaginé jamás que eso sucedería, ningún jurado del mundo daría nada al criminal. Mike Tong no estaba de acuerdo, dijo que si el juicio fuera contra el chofer del bus el jurado sería implacable, cualquiera que se ponga en el papel de los pasajeros y las víctimas votaría contra el acusado, pero ahora se trataba de mí. A un lado verían un pobre inválido con muletas y al otro un abogado, con corbata de seda.
Tendremos al jurado en contra, Sr. Reeves, la gente detesta a los abogados. Además hay que contratar un defensor ¿de dónde sacaremos para eso? — suspiró mi contador, y por una vez dejó de lado el protocolo con el cual siempre me trataba, me cogió de un brazo, me metió en su cuchitril y me confrontó con la incuestionable realidad de sus libros.
Mike estaba en lo cierto. Tres meses después el jurado decidió que el chofer no debió expulsar al hombre del vehículo y que mi firma había desatendido al cliente transando con la compañía de autobuses en vez de ir a juicio.
Ese veredicto, que produjo cierto estupor en el mundillo de la ley, fue mi condena definitiva. Por años había hecho equilibrio al borde de un acantilado, pero ahora rodaba al abismo. A menos que encuentre el tesoro de Francis Drake enterrado en mi patio no tengo la menor esperanza de pagar esa suma, me burlé incrédulo cuando lo supe, pero muy pronto la gravedad de lo ocurrido no dejó espacio para bromas; en cuestión de horas debía tomar medidas drásticas. Llamé a Tina y a Mike, les agradecí su larga fidelidad y les expliqué que debía declararme en quiebra y cerrar la oficina, pero les prometí que si en el futuro lograba comenzar de nuevo, siempre habría trabajo para ellos. Tina se echó a llorar inconsolable, pero Mike no dejó traslucir la menor emoción en su impasible rostro asiático. Puede contar con nosotros, fue todo lo que dijo y se encerró en su madriguera a ordenar los libros.
Durante las eternas semanas del juicio, estuve junto a mi defensor peleando con ferocidad cada detalle; fue un tiempo de mucha tensión, pero cuando todo terminó acepté el veredicto con una sangre fría de la cual no me sabía capaz. Tuve la sensación de haber pasado antes por situaciones similares, de nuevo me encontraba atrapado en un callejón, como algunas veces lo estuve en el barrio latino. Recordé las carreras desesperadas perseguido por la pandilla de Martínez con la certeza de que si me alcanzaban me matarían, sin embar go todavía estaba vivo. También salí ileso de incontables escaramuzas en Vietnam donde otros dejaron la piel, y sobreviví esa noche en la montaña cuando los dados estaban cargados en mi contra. Las pateaduras de la escuela y las duras lecciones de la guerra me enseñaron a defenderme y resistir; sabía que no debía ofuscarme ni perder el sentido de las proporciones, comparado con las batallas del pasado lo ocurrido era apenas un tropiezo, mi vida continuaba. Se me pasó por la mente cambiar de rumbo, el oficio de abogado tiene demasiados aspectos oscuros, cuestioné la validez de estar siempre con la espada en la mano, consumiéndome en una agresividad sin sentido.
Todavía me hago esta pregunta de vez en cuando, pero no tengo respuesta, supongo que me resulta difícil imaginar una existencia sin lucha.
El domingo ya estaba resignado a cerrar la firma. Entre otras posibilidades contemplé la de partir a algún país latinoamericano, tengo lazos muy fuertes con esa parte del mundo y me gusta hablar español; pensé irme a un pueblo pequeño donde la existencia fuera más simple, donde pudiera hacer algo por la gente y formar parte de la comunidad, como hice en la aldea del Vietnam, pero después me pareció una especie de huida.
Carmen y Ming tienen razón, por mucho que uno corra siempre está en su misma piel. También se me ocurrió instalarme en el campo. La semana de vacaciones que pasamos acampando con David, dedicados a cazar patos y pescar, sin más compañía que el perro, fue muy importante para mí y me reveló un aspecto desconocido de mi carácter. En la soledad del paisaje recuperé el silencio de la niñez, ese silencio del alma en la paz de la naturaleza, que perdí cuando se enfermó mi padre y tuvimos que instalarnos en la ciudad. El resto de mí vida estuvo marcado por el ruido, demasiado ruido, y tanto me había acostumbrado a un repique incesante en el cerebro que llegué a olvidar el bienestar del silencio verdadero.
La experiencia de dormir sobre la tierra, sin más luz que las estrellas, me devolvió a la única época realmente dichosa, los viajes con mi familia en el camión. Regresó esa primera imagen de felicidad, yo mismo a los cuatro años orinando sobre una colina bajo la bóveda anaranjada de un cielo soberbio al atardecer. Para medir la vastedad sin fin del espacio reconquistado grité mi nombre junto al lago y el eco de las montañas me lo devolvió purificado. Esos días al aire libre también hicieron un bien enorme a David, su organismo acelerado pareció entrar en una marcha más normal, no tuvimos una sola dis cusión, regresó a la escuela de buen talante y después pasó más de dos meses sin pataletas.
Estaríamos mucho mejor si abandonáramos este medio, donde las presiones suelen ser insoportables, pero la verdad es que no me veo todavía convertido en agricultor o guardia forestal; para qué me engaño… tal vez más adelante… o nunca.
Me gusta la gente, necesito sentirme útil a los demás, no creo que duraría mucho recluido como un ermitaño.
¿Sabes que en ese lugar salvaje supe de ti? Carmen me había regalado tu segunda novela y la leí durante esas vacaciones, sin imaginar que llegaría a conocerte y que te haría esta larga confesión. ¿Cómo podía sospechar entonces que iríamos juntos al barrio latino donde me crié? En más de cuatro décadas no se me había pasado por la mente regresar, si tú no insistes, nunca hubiera visto de nuevo la cabaña, en ruinas pero aún en pie; o el sauce, todavía vigoroso, a pesar del abandono y del basural que ha crecido a su alrededor. Si no me llevas, no habría recuperado el destartalado letrero del Plan Infinito, que me esperaba con la pintura descascarada y la madera medio podrida, pero con su elocuencia intacta. Mira cuánto he andado para llegar hasta aquí y comprobar que no hay un plan infinito, sólo la pelotera de la vida, te dije.
Tal vez cada uno lleva su plan dentro, pero es un mapa borroso y cuesta descifrarlo, por eso damos tantas vueltas y a veces nos perdemos, replicaste.
Di por perdidos el automóvil y la casa, únicos bienes terrenales a mi haber, el resto eran deudas, que ya vería cómo afrontar. En última instancia eso sería problema de los auditores y abogados, que el lunes se lanzarían como pirañas sobre mis despojos. La idea me daba rabia, pero no me asustaba. Me he ganado el pan desde los siete años en toda suerte de oficios, estoy convencido de que nunca me faltará cómo hacerlo. Me preocupaban mis empleados, eso sí. Ellos son mi verdadera familia, pero supuse que Mike y Tina encontrarían otro trabajo sin dificultad y seguramente Carmen se llevaría a Daisy, porque doña Inmaculada ya no está en edad de correr sola con la casa.
Al anochecer caí de visita donde Timothy y Ming a contarles lo que había pasado. Seis meses antes había terminado mi terapia y ahora Ming y yo éramos excelentes amigos, no sólo por la larga relación cultivada en su consultorio, sino porque vivía con Tim, quien se había convertido en otra persona desde que ella entró en su destino a poner orden con recursos de sabiduría. Ming resultó un bálsamo admi rable para mi atormentado amigo. En esos cinco años de penosa exploración, di la vuelta completa al perímetro de lo vivido hasta entonces y cuando llegué al final y toqué de nuevo el punto de partida, ella dio por concluida su ayuda. Dijo que desde ese momento comenzaba la parte más importante de mi curación y debía hacerla solo, que yo era como un inválido a quien le han enseñado a caminar y que sólo la práctica laboriosa de cada paso puede dar equilibrio y firmeza. Con mucha paciencia de su parte y esfuerzo de parte mía, logramos despejar la confusión volcánica en que transcurrió la primera mitad de mi destino. De su mano entré al cuarto de las máquinas desquiciadas y los artefactos inacabados, del cual tanto hablaba mi padre, y ordené poco a poco, eliminé basura, pegué trozos, compuse desperfectos y terminé lo inconcluso.
Aún quedaba mucho por limpiar, pero podía hacerlo solo. Sabía que mí viaje por este mundo sería siempre un tapiz surrealista lleno de hilos sueltos, pero al menos logré ver el dibujo.
— Esta vez me jodieron en serio. Se me acabó el crédito en los bancos y no puedo pagar mis deudas. No me queda más remedio que declararme en quiebra–comenté a mis amigos.
— Los aspectos esenciales están a salvo de esta crisis, Greg, sólo hay pérdidas materiales, lo demás está intacto–replicó Ming y tenía razón, como siempre.
— Supongo que deberé empezar de nuevo–mascullé con una extraña sensación de euforia.
La vida es una suma de ironías. Cuando vi desintegrarse a mi familia y eliminé una buena parte de mis relaciones, dejó de molestarme la soledad. Después, al desmoronarse el castillo de naipes de mi oficina y quedar arruinado, experimenté por primera vez verdadera seguridad. Y justo ahora, cuando dejé de buscar una compañera, apareciste tú y me obligaste a plantar los rosales en tierra firme. Me di cuenta de que en el fondo el dinero nunca me interesó tanto como quise creer; los codiciosos propósitos hechos en el hospital de Hawai estaban equivocados y muy dentro de mí siempre lo sospeché. Los triunfos aparentes no me engañaron, la verdad es que siempre me perseguía una vaga sensación de fracaso.
Sin embargo, tardé una eternidad en aceptar que mientras más acumulaba más vulnerable era, porque vivo en un medio donde se machaca el mensaje contrario. Se requiere una tremenda lucidez, como la de Carmen, para no caer en esa trampa. Yo no la tenía, fue necesario hundirme hasta tocar fondo para adquirirla. En el momento del derrumbe, cuando no me quedaba nada, descubrí que no me sentía abatido, sino libre. Comprendí que lo más importante no había sido sobrevivir o tener éxito, como imaginaba antes, sino la búsqueda de mi alma rezagada en los arenales de la infancia. Al encontrarla supe que ese poder, por el cual tan desesperados esfuerzos malgasté, siempre estuvo en mí. Me reconcilié conmigo mismo, me acepté con un poco de benevolencia y entonces tuve mi primer atisbo de paz. Creo que ése fue el instante preciso en que tomé conciencia de quién soy en realidad Y me sentí por fin en control de mi destino.
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