Isabel Allende - El plan infinito
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Isabel Allende - El plan infinito краткое содержание
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— ¡Basta, Charles, deja eso! — le ordenó mi madre-. Basta, por favor basta–suplicó ocultando la cara entre las manos. Inmaculada Morales abrazó a mí madre mientras los enfermeros cogían a mi padre, lo sacaban al porche y lo colocaban en la camilla cubierto con una sábana y atado con dos correas, Lanzaba maldiciones y terribles palabrotas, un lenguaje que hasta entonces yo nunca le había oído, Lo acompañé a la ambulancia, pero mi madre no me permitió ir con ellos; el vehículo se alejó aullando en una nube de polvo; Inmaculada Morales cerró la puerta de la casa, me cogió de la mano, llamó a Oliver con un silbido y echó a andar. Por el camino encontramos a Judy, que seguía inmóvil en el mismo sitio, sonriendo de una extraña manera, — Vamos, niños, les compraré algodones de azúcar–dijo Inmaculada Morales, aguantando las lágrimas. Ésa fue la última vez que vi a mi padre con vida; horas después murió en el hospital, derrotado por incontenibles hemorragias internas. Esa noche dormirnos con Judy en casa de los amigos mexicanos, Pedro Morales estuvo ausente, acompañaba a mi madre en los trámites de la muerte. Antes de sentarnos a cenar, Inmaculada nos llevó aparte a mi hermana y a mí y nos explicó lo mejor que pudo que ya no debíamos preocuparnos, el Cuerpo Físico de nuestro padre había dejado de sufrir y su Cuerpo Mental había volado al plano astral, donde seguramente se había reunido con los Logi y los Maestros Funcionarios, a los cuales pertenecía, — Es decir, se fue al cielo con los ángeles–agregó suavemente, mucho más cómoda con los términos de su fe católica que con los del Plan Infinito.
Judy y yo nos quedamos con los niños Morales, que dormían de dos o tres por cama, todos en la misma habitación; Inmaculada permitió entrar a Oliver que estaba mal acostumbrado y si se quedaba afuera armaba un escándalo de gemidos. Yo empezaba a cabecear, agotado por emociones contradictorias, cuando oí en la oscuridad la voz de Carmen susurrando que le hiciera un hueco y sentí su cuerpo pequeño y tibio deslizarse a mi lado. Abre la boca y cierra los ojos, me dijo, y sentí que me ponía un dedo en los labios, un dedo untado con algo viscoso y dulce, que chupé como un caramelo. Era leche con–densada. Me incorporé un poco y metí también el dedo en el tarro para darle a ella y así estuvimos lamiéndonos y chupándonos, hasta que se terminó el dulce. Después me dormí tranquilo, empalagado de azúcar, con la cara y las manos pegajosas, abrazado a ella, con Oliver a los pies, acompañado por la respiración y el calor de los otros niños y el ronquido de la abuela chiflada atada con una larga cuerda a la cintura de Inmaculada Morales, en el cuarto contiguo. La muerte del padre desquició a la familia; en poco tiempo se perdió el rumbo y cada uno debió navegar solo. Para Nora la viudez fue una traición, se consideró abandonada en un medio bárbaro, con dos hijos y sin recursos, pero al mismo tiempo sintió un inconfesable alivio, porque en los últimos tiempos su compañero no era el mismo hombre que había amado y la convivencia con él se había convertido en un martirio. Sin embargo, poco después del funeral comenzó a olvidar su decrepitud final y a acariciar recuerdos anteriores, imaginaba que estaban unidos por un hilo invisible, como aquel del cual colgaba la naranja del Plan Infinito; esa imagen le devolvió la seguridad de antaño, cuando su marido reinaba sobre el destino de la familia con su firmeza de Maestro. Nora se rindió a la languidez de su temperamento, se acentuó el letargo iniciado por el horror de la guerra, un deterioro de la voluntad que creció solapadamente y se manifestó en toda su magnitud al enviudar. Nunca hablaba del difunto en pasado, aludía a su ausencia en términos vagos, como si hubiera partido a un prolongado viaje astral, y más tarde, cuando comenzó a comunicarse con él en sueños, se refería al asunto con el tono de quien comenta una conversación telefónica. Sus hijos, avergonzados, no querían oír hablar de esos delirios, temiendo que la condujeran a la locura. Se quedó sola. Era extranjera en ese medio, apenas mascullaba un poco de español y se veía muy diferente a las demás mujeres. La amistad con Olga había terminado, con sus hijos se relacionaba apenas, no intimó con Inmaculada Morales o con alguna otra persona del barrio, era amable, pero la gente la evitaba porque parecía extraña; nadie quería oír sus desvaríos de óperas o del Plan Infinito. La costumbre de la dependencia estaba tan arraigada en ella que al perder a Charles Reeves quedó como aturdida. Realizó algunos intentos de ganarse el sustento con dactilografía y costura, pero nada le resultó. Tampoco pudo traducir del hebreo o del ruso, como pretendió, porque nadie necesitaba esos servicios en el barrio y la perspectiva de aventurarse al centro de la ciudad para buscar trabajo la aterrorizaba. No se inquietó demasiado por mantener a sus hijos porque no los consideraba completamente suyos; tenía la teoría de que las criaturas pertenecen a la especie en general y a nadie en particular. Se sentó en el porche de su casa a mirar el sauce, inmóvil durante horas, con una expresión ausente y apacible en su hermoso rostro eslavo, que ya comenzaba a decolorarse. En los años siguientes desaparecieron sus pecas, se desdibujaron sus facciones y toda ella pareció borrarse de a poco. En la vejez llegó a ser tan tenue que costaba recordarla y como a nadie se le ocurrió tomarle fotografías, después de su muerte Gregory llegó a temer que tal vez su madre no había existido nunca. Pedro Morales trató de convencer a Nora de que se ocupara en algo, recortó avisos de diversos empleos y la acompañó en las primeras entrevistas. hasta que se convenció de su incapacidad para enfrentar los problemas reales. Tres meses más tarde, cuando la situación se tornó insostenible, la llevó a las oficinas de la Beneficencia Social para conseguirle ayuda como indigente, agradecido de que su maestro Charles Reeves no estuviera vivo para presenciar semejante humillación. El cheque de la caridad pública, apenas suficiente para cubrir los gastos mínimos, fue el único ingreso seguro de la familia por muchos años; el resto provino del trabajo de los hijos, de los billetes que Olga mandaba colocar en la cartera de Nora y de la ayuda discreta de los Morales. Surgió un comprador para la boa y el pobre animal acabó expuesto a las miradas de los curiosos en un teatro de mala reputación, junto a unas coristas livianas de ropas, un ventrílocuo obsceno y diversos números artísticos de poca monta que divertían a los embrutecidos espectadores. Allí sobrevivió algunos años, alimentada con ratas y ardillas vivas y los desperdicios que echaban en la jaula sólo para verla abrir sus fauces de bestia aburrida; creció y engordó hasta adquirir aspecto terrorífico, aunque no se alteró la mansedumbre de su carácter. Los chicos Reeves sobrevivieron solos, cada uno en su estilo. Judy se empleó en una panadería, donde trabajaba cuatro horas diarias después de la escuela, y por las noches solía cuidar niños o limpiar oficinas. Era muy buena estudiante; aprendió a imitar cualquier tipo de caligrafía, y por una suma razonable hacía las tareas de otros alumnos. Mantuvo ese negocio clandestino sin ser sorprendida, mientras seguía portándose como una muchacha ejemplar, siempre sonriente y dócil, sin revelar jamás los demonios de su alma, hasta que los primeros síntomas de la pubertad le trastornaron el carácter. Cuando le brotaron dos firmes cerezas en los senos, se le marcó la cintura y sus facciones de bebé se afinaron, todo cambió para ella. En ese ba rrio de gente morena y más bien baja, su color de oro y sus proporciones de walkiria llamaban de tal manera la atención que le era imposible pasar inadvertida. Siempre había sido bonita, pero cuando cruzó el umbral de la infancia y los hombres de todas las edades y condiciones comenzaron a asediarla, esa niña dulce se transformó en un animal rabioso. Sentía las miradas de deseo como una violación, llegaba a menudo a su casa gritando maldiciones, golpeando las puertas, a veces llorando de impotencia porque en la calle la silbaban o le hacían gestos procaces. Desarrolló un lenguaje de filibustero para replicar a los piropos y si alguien intentaba tocarla se defendía con un largo alfiler de sombrero, que siempre llevaba al alcance de la mano como una daga, y que no tenía el menor escrúpulo en clavárselo a su admirador en la parte más vulnerable. En la escuela arremetía contra los varones por sus miradas maliciosas y contra sus compañeras por rencores de raza y por los celos que inevitablemente provocaba. Gregory vio varias veces a su hermana en esas extrañas riñas de muchachas–revolcones, arañazos, tirones de pelo, insultos tan diferentes a las peleas de los hombres, por lo general breves, silenciosas y contundentes. Las mujeres buscaban humillar a su enemiga, los hombres parecían dispuestos a matar o morir. Judy no necesitaba ayuda para defenderse, con la práctica se convirtió en un verdadero luchador. Mientras otras jóvenes de su edad ensayaban los primeros maquillajes, practicaban besos franceses y contaban el tiempo que les faltaba para ponerse tacones altos, ella se cortó el cabello como un presidiario, se vistió con ropa de hombre y devoraba con ansias las sobras de masa y de dulce de la panadería. Se le llenó la cara de granos y cuando entró a la secundaria había aumentado tanto de peso que nada quedaba de la delicada muñeca de porcelana que fue en la infancia; parecía un león marino, como ella misma decía buscando denigrarse.
A los siete años Gregory se lanzó a la calle. No estaba unido a su madre por sentimentalismos, sino apenas por algunas rutinas compartidas y por una tradición de honor sacada de cuentos edificantes sobre hijos abnegados que reciben recompensa y de ingratos que van a parar al horno de una bruja. Le tenía lástima, estaba seguro de que sin Judy y él, Nora moriría de inanición sentada en el sillón de mimbre contemplando el vacío. Ninguno de los dos niños consideraba la indolencia de su madre como un vicio, sino como una enfermedad del espíritu, tal vez su Cuerpo Mental había partido en busca del padre y se había perdido en el laberinto de algún plano cósmico, o se había quedado rezagado en uno de esos vastos espacios repletos de máquinas estrafalarias y de almas desconcertadas. La intimidad con Judy había desaparecido y cuando Gregory se cansó de buscar caminos de encuentro con ella, reemplazó a su hermana por Carmen Morales, con quien compartía el cariño brusco, las peleas y la lealtad de los buenos compinches. Era travieso e inquieto, en la escuela se portaba pésimo y se le iba la mitad del tiempo cumpliendo diversos castigos, desde pararse de cara al rincón con orejas de burro, hasta soportar los palmetazos en el trasero propinados por la directora. En su casa actuaba como pensionista, llegaba a dormir lo más tarde posible, prefería ir donde los Morales o a visitar a Olga. El resto de su vida transcurría en la jungla del barrio, que llegó a conocer hasta en sus últimos secretos. Lo llamaban «el gringo» y a pesar de los rencores de raza, muchos lo querían porque era alegre y servicial. Contaba con varios amigos: el cocinero de la taquería, quien siempre tenía algún plato sabroso para ofrecerle, la dueña del almacén, donde leía las revistas de historietas sin pagar, el acomodador del cine, quien de vez en cuando lo introducía por la puerta trasera y le permitía ver la película. Hasta Pito–de–Lirio, quien jamás sospechó su intervención en el apodo, solía ofrecerle una gaseosa de vez en cuando en el bar «Los Tres Amigos». Tratando de aprender español perdió buena parte del inglés y terminó hablando mal los dos idiomas. Por un tiempo se puso tartamudo y la directora llamó a Nora Reeves para recomendarle que colocara a su hijo en la escuela para retardados de las monjas del barrio; pero intervino su maestra, Miss June, quien se comprometió a ayudarlo con las tareas. Los estudios le interesaban poco, su mundo eran las calles, allí aprendía mucho más. El barrio era una ciudadela dentro de la ciudad, un ghetto tosco y pobre, nacido por impulso espontáneo en torno a la zona industrial, donde los inmigrantes ilegales podían emplearse sin que nadie les hiciera preguntas. El aire estaba infectado por el olor de la fábrica de cauchos; en días de semana se sumaban el humo del tráfico y de las cocinerías y se formaba una nube espesa flotando sobre las casas como un manto visible. Los viernes y los sábados resultaba peligroso aventurarse al oscurecer, cuando pululaban los borrachos y los drogados prontos a estallar en batallas mortales. Por las noches se oían disputas de parejas, gritos de mujeres, llantos de niños, riñas de hombres, a veces balazos y sirenas de la policía. En el día las calles hervían de actividad, mientras en las esquinas languidecían hombres sin trabajo, ociosos, bebiendo, molestando a las mujeres, jugando dados y esperando que se cumplieran las horas con un fatalismo de cinco siglos a la espalda. Las tiendas exhibían los mismos productos baratos de cualquier pueblo mexicano, los restaurantes servían platos típicos y los bares tequila y cerveza; en el salón de baile se tocaba música la tina y en las celebraciones no faltaban las bandas de mariachis con sus enormes sombreros y trajes de luces cantándole a la honra y al despecho. Gregory, que los conocía a todos y no se perdía ninguna fiesta, entraba a la saga de los músicos como la mascota del grupo; los acompañaba en el canto y lanzaba el inevitable ayayay de las rancheras como un experto, provocando entusiasmo en el público que no había visto a un gringo con tales aptitudes. Saludaba a medio mundo por su nombre y gracias a su expresión de angelote se ganó la confianza de mucha gente. Se sentía mejor que en su casa en el laberinto de callejuelas y pasajes, en los sitios baldíos y en los edificios abandonados, donde jugaba con los hermanos Morales y media docena de otros niños de su edad, evitando siempre el encuentro con las pandillas mayores. Tal como ocurría con los jóvenes negros, orientales o blancos pobres en otros puntos de la ciudad, para los hispanos el barrio era más importante que la familia, era su territorio inviolable. Cada pandilla se identificaba por su lenguaje de signos, sus colores, su graffiti en los muros. De lejos todas parecían iguales, muchachos desarrapados, agresivos, incapaces de articular un pensamiento; de cerca eran diferentes, cada una con sus ritos y su intrincado lenguaje simbólico de gestos. Para Gregory el aprendizaje de los códigos fue asunto de primera necesidad, podía distinguir a los miembros de las diferentes bandas por el tipo de chaquetas o de gorras, por los signos de las manos con los cuales se enviaban mensajes o se provocaban para la guerra; le bastaba ver el color de una letra solitaria en la pared para saber quiénes la habían trazado y qué significaba. El graffiti marcaba los límites y cualquiera que se aventurara en el ámbito ajeno por ignorancia o por atrevimiento lo pagaba caro. Por eso debía dar largos rodeos en cada una de sus salidas. La única banda de niños de la escuela primaria era la de Martínez, que se entrenaba para pertenecer un día a Los Carniceros, la más temible pandilla del barrio. Sus miembros se identificaban por el color morado y la letra C, su bebida era tequila con refresco de uva, por el color, y su saludo la mano derecha engarfiada tapando la boca y la nariz. En guerra eterna contra otros grupos y con la policía, tenía como único propósito dar un sentido de identidad a los jóvenes, la mayoría de los cuales había abandonado la escuela, carecía de trabajo y vivían en la calle o en cuartos comunitarios. Los pandilleros estaban fichados por múltiples ingresos a la cárcel por raterías, tráfico de marihuana, borracheras, asaltos y robos de coches. Unos pocos andaban armados con pistolas artesanales fabricadas con un pedazo de cañería, un mango de madera y un detonante, pero en general usaban cuchillos, cadenas, navajas y garrotes, lo que no impedía que en cada batalla callejera la ambulancia se llevara a dos o tres en estado grave. Las pandillas representaban la mayor amenaza para Gregory, nunca podría incorporarse a ninguna, aquello también era una cuestión de raza, y enfrentarlas constituía un acto de locura. No se trataba de adquirir fama de valiente, sino de sobrevivir, pero tampoco podía pasar por un cobarde, porque se ensañarían con él. Bastaron algunas palizas para hacerle comprender que los héroes solitarios sólo triunfan en las películas, que debía aprender a negociar con astucia, no llamar la atención, conocer al enemigo para sacar ventaja de sus debilidades y eludir peleas, porque tal como decía el pragmático Padre Larraguibel, Dios ayuda a los buenos cuando son más que los malos.
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